Marianita, la
blanca, estaba a un paso de arder en la hoguera.
Al filo de las
doce de la noche del último día del año, con la última campanada del reloj de
la catedral, comenzaría la danza del fuego.
Quizá su
destino estuvo escrito el mismo día en que nació.
Demasiado
blanca para su clase. Delicada y dulce hasta desesperar. El amo dudó de su
paternidad. Semejante birria de niña no podía ser de su cosecha, aunque tampoco
parecía hija de esa poderosa jaca que era la Mariana.
Marianita
creció a golpes, porque el amo cerraba los ojos para no ver su fragilidad y la
trataba peor que al resto de sus criados. Ella etérea y liviana lo resistía
todo.
A los 15 años
era hermosa, su tez no se había oscurecido un ápice y su cuerpo aunque menudo, tenía
proporciones justas para enloquecer.
El amo perdió la
compostura por ella y su hijo Rodrigo, perdió mucho más, el entendimiento entero.
¡Bruja! Acusaron
públicamente. ¡Bruja! La niña era capaz de arrebatar almas y conciencias,
guiada sin duda por el maligno. Así resolvieron tan incómoda situación.
31 de
diciembre, noche cerrada.
Marianita, la
blanca, daba su último paso hacia la hoguera.
Imagen de la red