Siempre me
había gustado hacer punto, tejer. Pero nunca había tenido tiempo. O simplemente
no me había llegado el momento y este parecía ser ahora, tal como las piezas
van componiendo un rompecabezas y no tienen orden a la hora de irse colocando,
así es la vida que se empeña en llevarnos a donde no queremos ir, y a mí me
había traído al borde de mis 50 años, a un abismo tan profundo como esas
cataratas de película donde el agua se precipita sin remedio. Solo que en vez
de ser una caída hermosa ese precipicio acuático era para mí una verdadera
caída libre. Y aún estaba a medio camino de recorrerla y no sabía cómo quedaría
después de tocar fondo.
Así que al
cabo de cinco años de mi separación y de seis meses de que mi hija mayor me
anunciara que se iba a vivir con su novio, estoy sola con mi hijo, organizando
lo poco que queda de mi vida y lo mucho de tiempo libre que me queda todos los
días.
No tengo
trabajo, y mi salud, mi mala salud, tampoco me permite aceptar cualquier
oferta, si la tuviera. Afortunadamente no tengo grandes, ni pequeños vicios, ni
una vida social ajetreada, (que fino suena eso), en fin que mis gastos son los
mínimos, la comida y los normales del mantenimiento de la casa. El mayor gasto
se lo lleva mi hijo con la universidad, pero está perfectamente bien empleado,
pues hay que decir que es un estudiante ejemplar, y eso con esta familia
desestructurada que le ha tocado en desgracia ya es un gran mérito.
La casa en la
que vivo es propiedad de mi ex marido, pero al no tener yo otra vivienda, ni
posibilidades y dado que mis hijos eran menores cuando nos separamos aún sigo
en ella.
Es un piso de
más de 50 años. Y en consecuencia los vecinos son todos más que de la tercera
edad, de la cuarta o la quinta. Sin ir más lejos el invierno pasado enterramos
a tres, pero todos de muertes naturales acordes a sus edades, uno de ellos
tenía 92 primaveras.
Hoy volvía de
por el pan cuando me encontré con Marcelina, ella es la vecina del 2º y tiene
82 añitos. Pero además de tener una autonomía que le permite vivir sola, tiene
la cabeza en su sitio y de qué manera, para mí la quisiera yo y la mitad de la
humanidad. Y goza de un carácter envidiable, de tal forma que me alegra el día
cada vez que coincidimos. Ella venía de comprar unos ovillos de hilo de perlé,
pues tiene un compromiso del nacimiento de una nieta de una vecina de su
pueblo, y le tenía que hacer unas braguitas para cuando la nena llevara
vestiditos lucirlas como Dios manda.
Además me
relató todos los proyectos en los que andaba metida, algunos ya empezados y
otros por terminar de concretar. Cuando terminó de hablar, yo solo de oír
semejante actividad me sentía exhausta y me lo debió notar pues sin pensarlo
dos veces me invitó a pasar a descansar a su casa.
Así sentadas
en su acogedor cuarto de estar y entre sorbos de un vaso de agua para mi
sofoco, le comenté que a mí siempre me hubiera gustado tejer. Palabras más
mágicas que el Abra Cadabra fueron aquellas, pues su cabeza voló para organizar
unas sesiones de labores que comenzarían esa misma tarde, después de la novela
de sobremesa. Para empezar podía, según ella, atreverme con algo sencillo, una
bufanda sería lo ideal.
Y así
comenzaron nuestras tardes de mutua y maravillosa compañía, donde alrededor de
los ovillos y tintineo de las agujas Marcelina me contaba cada día una
historia, a veces un pasaje antiguo de su infancia que se le venía a la cabeza,
o un acontecimiento
inesperado en su pueblo, algo sobre sus amigas de juventud,
o de cuando vivió en Barcelona con una tía lejana, o como se casó de negro
porque era lo que tocaba en aquella negra España de los años cincuenta…
Asun ©16 de octubre de 2011
Imagen tomada de la red.