Aquellas historias de
Marcelina, Barcelona 1943
Y Marcelina se vio transportada a
la España de 1943, bajando de un tren en la estación de Francia, en Barcelona.
- Marce, y ¿Cómo fue que se
marchó a Barcelona?
- Muy sencillo, en el pueblo no
había más que miseria, y mi madre tenía una prima en Barcelona. Padre y Madre
pensaron que yo podría aprender a coser, ya que de hecho lo hacía para mi casa,
cosía la ropa de mis hermanos y la nuestra, a partir de lo que mi madre sabía y alguna
mujer más del pueblo, pero yo me apañaba bastante bien, y me gustaba, pronto lo hice mejor que ellas. Y el
campo no era buena salida para una muchacha.
Así que me vi viajando a Barcelona con
una maleta mínima, pues mi vestuario se reducía a lo puesto, en ese momento el
mejor de mis vestidos, y a otro más de diario. Y con unas pesetas que mi padre
pudo reunir para no mandarme sin nada.
Un día entero tardé en llegar,
así como suena, 24 horitas. Salí a las 7
y llegué a las 7 del día siguiente.
Llegué a la estación de Francia. Una
estación grande, ajetreada, gente sobre todo humilde, como yo, bueno como yo no
tanto, porque yo era una cría, 14 años.
Pero ni por un momento me sentí
acobardada, desde que el primer día me llevó el tío de mi madre al taller de
costura donde trabajaría y a aprendería
corte y confección. Una sola vez y al día siguiente, y todos los demás fui y
volví yo sola.
Pero nunca me perdí, y no solo eso, sino
que la modista, esa que has visto en la foto, en seguida me hizo el primer
encargo, tenía que entregar tres vestidos acabados en los correspondientes domicilios de las clientas.
Y no vayas a creer que estaban cerca unas
casas de otras, no para nada. Pero aunque mi memoria siempre ha sido bastante
aceptable, en seguida me hice con una libreta. En ella apuntaba todas las direcciones
y los tranvías y explicaciones de cómo ir. Y alguna indicación más sobre la
marcha, cosas que a mí me iban a hacer recordar el camino. Que si había que
pasar por una fuente grande en forma de concha, si pasaba por la puerta del
teatro Apolo, que si un edificio que luego supe que era el Gobierno Civil, todo
me valía a mí para recordar el camino.
Y mi mayor sorpresa vino cuando al
entregar los vestidos, y cobrar lo que me había dicho la modista, siempre me
daban una propina. La primera vez en cuanto llegué al taller, repasamos las
cuentas y di todo correctamente a la señora, y además le dije que me habían
dado propina y también se la entregaba. “No, Lina, ella me llamaba así, este
dinero es tuyo, tu lo has ganado y merecido por haber hecho el camino y la
entrega”.
Esto sí que fue una novedad,
porque este dinero podía ser enteramente mío, era independiente del que tenía
que cobrar por el trabajo.
Aunque era muy poco, todas las tardes me
compraba un cucurucho de almendras tostadas que me sabían a gloria bendita, por
lo ricas y por la satisfacción que me embargaba al poder permitirme semejante
lujo. Y para las navidades, tres meses más tarde, había ahorrado para mandar al
pueblo un vestido para mi hermana Marga, y varias cosas más para mis hermanos.
Cuánto orgullo en aquél primer paquete, orgullo por mi parte y más aún por
parte de mi madre y mi padre al recibirlo. Su hija Marcelina, lejos de casa
pero siempre con ellos y siempre con el pensamiento en los cuatro hermanos que
habían quedado atrás.
Uy se me ha ido el santo al
cielo, esta cabeza mía quiere hacer como todos los viejos, solo hablar de sus
cosas. ¿Qué pesada estoy verdad?
- Pues no, en absoluto, a mi sus
recuerdos de juventud me siguen pareciendo un tesoro. Y cada día me doy más
cuenta de lo que vale usted, Marce o mejor dicho, Lina.
Mientras le decía esto estaba recogiendo las
tazas del café y miraba a aquella anciana, que se había quedado con la sonrisa de la
niña que comía almendras mientras esperaba el tranvía. Un tranvía pequeño,
demasiado pequeño para todos los transeúntes que pretendían subir en él, pero
que cumplía a la perfección su labor llevándolos a sus destinos.
Marcelina recordaba cómo a ella no le molestaba
esperar a que llegara, porque así tenía la oportunidad de observar el bullicio
de la gente. Grupos de jóvenes que igual que ella habían acabado su jornada de
trabajo, y reían de cualquier cosa. Vistiendo sus camisas blancas y sus
pantalones anchos y sujetos a menudo por tirantes. Mujeres con cinturas bien
marcadas y faldas de vuelo de almidón, las más afortunadas con medias de
cristal, pero la mayoría luciendo sus bonitas piernas desnudas, y sus tacones
siempre a juego con el bolso, ese único bolso y ese único par de zapatos. Qué
guapas le parecían a ella, tan recién llegada y tan ávida de conocer e imitar
sus maneras.
De nuevo volvió del pasado al
escuchar:
- Adiós, hasta mañana, me subo,
que mi hijo debe estar a punto de llegar de la universidad.
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Asun.BH®
26 de enero de 2013